miércoles, 2 de julio de 2008


Escucho mis molares al masticar una salchicha, la devoro cual si no hubiese comido en días, a causa de un hambre que devora todo objeto a su paso y abastece sus vacíos para hincharse la barriga de heces ajenas y luego purgarse o meterse el dedo para vomitarlas... cuestión de matar el tiempo.
Pero el tiempo no muere, permanece reluciente como el rocío en los lirios. Ni muere la orquesta, ni el barítono cesa de alargar su alarido. Porque todo es cría del aullido eterno. Y nosotros pretendemos ignorar la sonoridad del murciélago porque no nos conviene contrincante, y nos pavoneamos de la complejidad que supone ser nosotros un lenguaje. Luego callamos y gritamos cuando abruma la entereza del canto perenne, sutil, imperante, develándose en constante agonía. Cantamos muertes llanas, sepulcros incipientes, cantamos epifanías de recuerdos. Pero nunca habrá la epifanía verdadera, tan sólo el acotamiento de la sucesión, la misma colección de partituras de la cual nos servimos para leer notas en las nubes. !Son tantas nuestras afasias! El único aeda es el movimiento y la libertad de nuestras voces su aquiescencia. A la cual adoramos cuando nos basta la fe, porque apremia la idea de que alguien nos lo permite: nuestros pianos, nuestros signos, nuestros actos, nuestros negro y blanco que no son otra cosa que la misma ceguera -incluida la de Pitágoras-con que observamos al mundo dividido en notas.

Fr. 4, R.

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